De cómo llegué al tercer piso siendo una expatriada

El pasado miércoles subí un escalón más de ese hermoso camino que llaman vida. Llegué a esa etapa donde se supone, la cosa se pone sería y resulta inevitable hacer un recuento de lo que se ha logrado y lo que se viene cuesta arriba.

Los 30 me tomaron en un momento de mi vida que nunca imaginé. En otro país, casada y sin un plan trazado. Algo impensable hace algunos años, cuando vivía en cuerpo y alma para mi trabajo como periodista, y no tenía duda para dónde iba. Al menos eso creía, hasta que me topé con personas que me enseñaron que la felicidad está más allá del campo profesional.

Eso lo recordé el día de mi cumpleaños. Aunque no festejé con mi familia ni mis amigos como lo hubiera hecho en Colombia, no me faltó el calor humano. Mi esposo y mi nueva familia se esmeraron para que sintiera los mimos, que esperamos en una fecha en la que recordamos dulcemente que estamos envejeciendo.

La celebración fue al estilo “colombo alemán”, con arepas rellenas y torta de cumpleaños, todo preparado por ellos. Tamaña combinación, que me dejó el estómago y el corazón contento. Hasta me cantaron el cumpleaños, una cosa que los alemanes hacen, usualmente solo para los niños.

Eso sí, en el trabajo no me dijeron ni “alles Gute zum Geburtstag” (feliz cumpleaños) y lo único que recibí fue una palmada en el hombro, de una de las compañeras más formales. Ya me habían contado algunos colombianos en Alemania, que al otro lado del charco esas fechas no se celebran con tanto aspaviento como estamos acostumbrados, especialmente en el lugar de trabajo. Lo que sí es típico del cumpleaños en Alemania, es compartir una torta, que por lo general hornea el agasajado.

Pero el vacío que sentí por estar lejos de mi familia, lo compensé con la compañía de quienes se han convertido en mi soporte en la lejanía. Creo que eso hace parte de vivir en otro país, cargar con la nostalgia de extrañar los seres queridos y lo conocido, pero al mismo tiempo aprender a compensar esas ausencias con las personas que llegan, las experiencias que se viven y que hacen de los días, momentos únicos y maravillosos.

Tuve que llegar al tercer piso para darme cuenta que la vida pasa ahora, mientras escribo estas líneas y que vale la pena sentirla con sus altos y sus bajos.

Y sí, llegué a los 30 más perdida que una adolescente recién salida del colegio. Con más dudas que certezas, pero con unas ganas tremendas por la vida y con la libertad para seguir las palpitaciones del corazón y las pistas que me va dando el destino. Por ahora intento que la cosa no se ponga tan seria, para que no pierda el encanto y para que fluya por donde tenga que fluir…

 

 

 

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